domingo, 13 de junio de 2010

LA CIUDAD CANTORA DE LAS ALPUJARRAS.

Fuente: libro de visitas de cadiar-alpujarra.com
 

Titulo estas líneas igual que el capítulo XXIII de la obra Don Gitano. Aventuras de un irlandés con su violín en Marruecos, Andalucía y la Mancha, de Walker Starkie. El título, en sí mismo, resulta tan musical como evocador; el término Alpujarras, que ha ido perdiendo terreno frente al de Alpujarra más usado en la actualidad, nos remite a un tiempo pasado, cuando su uso en plural era una realidad que lentamente se ha ido diluyendo, puede que desde que Javier de Burgos estableciera la nueva división territorial en provincias.

Siguen existiendo la Alpujarra almeriense y la granadina, la que desciende hasta el mar y la que trepa hasta las altas cumbres, pero parece que, como unidad geográfica, administrativa, territorial… va dejando de ser recordada en plural. Por otra parte, el título elegido emplea la palabra ciudad, es decir, un núcleo de población considerable, difícil de imaginar en lugares tan abruptos, también es cierto que hay que tener en cuenta que el libro de Starkie se escribió en 1935, aunque se publicó un año después (la considerada primera parte, Aventuras de un irlandés en España, se publicó en 1934), y entonces una ciudad no era lo que hoy podríamos entender por tal. Si a los dos términos antes citados, ciudad y Alpujarras, unimos el adjetivo cantora, nos encontramos con uno de esos títulos que puede hacer fortuna; alguien que canta, y si lo hace una ciudad entera aún más, debe ser feliz (a pesar del españolísimo "quien canta sus males espanta" u otros dichos aún más pesimistas). Podríamos decir que nos remite un poco a una arcadia feliz e intemporal, en un paisaje de ensueño o, siendo un poco más prosaicos, a aquellas películas musicales americanas de los años cincuenta o sesenta del pasado siglo que se iniciaban con una verde pradera donde pastaban rebaños, con arroyos cristalinos y laboriosos personajes ocupados en sus tareas cotidianas, todo ello con un fondo coral que nos remitía al paraíso mismo, como si de bucólica poesía pastoril se tratara.

Se ha escrito tanto, y se sigue escribiendo sin ningún rubor, de viajeros por la España del Romanticismo y posterior, ese país cuyo anquilosamiento secular y sus tópicos estereotipados y repetidos hasta la saciedad, tanto llamaban la atención del extranjero (con cierto regodeo y suficiencia, todo hay que decirlo), que tal literatura ha venido a constituirse en un género literario propio. Por ello, la intención de estas líneas no va más allá de dar a conocer el capítulo 23 de Don Gitano a esa ciudad cantora de las Alpujarras, es decir, al pueblo de Cádiar que es el protagonista del mismo.

Si la obra de Starkie es digna de figurar con nombre propio en este género literario como un representante tardío del mismo, debemos añadir a continuación que su materia pasa necesariamente por un precedente casi cien años anterior a ella que era de sobra conocido, nos referimos a George Borrow y sus obras "La Biblia en España" (1843) y "Los gitanos de España" (1841). Ambos escritores mantienen coincidencias vitales que no dejan de sorprender, por no alargarnos diremos que los dos provienen de familias acomodadas de sus respectivos países, Inglaterra e Irlanda, que, en cierto modo, debían haber determinado su futuro, pero que ambos, tanto el políglota Borrow como el músico Starlie, deciden emprender sus aventuras al margen del destino que sus respectivas familias le tenían reservado.


Los dos forman parte del grupo de viajeros que se inclinan por el vagabundaje y la vida bohemia como forma de realizar sus experiencias viajeras, frente a W. Irving o a R. Ford, por ejemplo, que viajan como lo que son, personajes de la alta sociedad. También ambos centran su vivencia en los estratos sociales más bajos, en los grupos marginales, concretamente en los gitanos de la época.
Ahora bien, el motivo de traer a Starkie a estas páginas es porque en su obra dedica un capítulo completo a la ciudad cantora de las Alpujarras, y a él vamos.

Hay que disculpar lo que a mi juicio son ciertas licencias literarias en cuanto a la situación geográfica y la descripción de Cádiar, a pesar del lirismo con las describe, así como lo que de "sorprendente" pueda tener que los viajeros saquen la cabeza por las ventanillas del autobús para evacuar sus estómagos en una carretera infernal que serpentea por la sierra a lo largo de toda una jornada, que es lo que duraba el trayecto desde Granada. También el que parezca que las muchachas de Cádiar se pasasen el día, especialmente de Navidad a Carnaval, subidas a los terrados cantando bellas canciones acompañadas de los hombres con sus violines, hasta el punto de hacer confesar a nuestro autor que "Nunca estuve en una ciudad tan musical", únicamente comparable a Sauliste, en Transilvania. Ciertamente creo que los viajeros, especialmente ingleses, escribían sus relatos para un determinado público, el inglés, al que iban destinadas sus obras y que se proyectaba una imagen de España acorde con lo que ese público quería leer (a veces entre ridícula y primitiva), una visión que ha calado a lo largo del tiempo y que en parte llega hasta nosotros.

Starkie fue buscado y escoltado por los violinistas cadiareños hasta el casino donde "Todas las noches que estuve en Cádiar hubo zambra" dirigidos por el guitarrista local Ortega Blanco y acompañados a coro por el resto del público. Sí distingue acertadamente entre lo que es el canto de corte flamenco y las canciones propias alpujarreñas, al igual que hace justicia cuando dice que "Cantan juntos como trabajan juntos en el molino o se sientan a coser en las terrazas de sus casas".

Nuestro irlandés se alojó en el "Parador de San Blas", hospedaje siempre presente en cualquier referencia literaria viajera que podamos encontrar sobre Cádiar (otro ilustre viajero diría de esta posada que era la más infecta que había conocido, y había conocido muchas), regentado por Frasquito Cojallero, donde cocina y establo se ubicaban en la misma dependencia y donde pernoctaban los arrieros alrededor de la chimenea, junto a gallinas y cerdos. No pudo Starkie encontrar ningún gitano, objeto de su búsqueda, por los alrededores, sólo en otro pueblo que no cita encontró uno gordo que había pasado de maleante a capitalista. Entre sus paseos por los alrededores destacan los que tenían como meta Narila, de ella reseña su bellísimo paisaje primaveral, la cantidad de chiquillos que lo rodeaban al llegar, entre ellos Paquita, hija de Francisca Alborea, la posadera, viuda con ocho hijos; es aquí donde encontramos un punto de contacto con la realidad más cruda, la pobreza, al hablar de sus comidas (miga y gacha, potaje de trigo). Hay una anécdota final respecto al vino, muchísimo mejor el de Narila con quinientas almas que el de Cádiar con tres mil, sobre si es moro o cristiano, es decir, si está bautizado o no.

Para finalizar podemos apuntar que este capítulo de la obra de Walker Starkie referido a Cádiar resulta algo distinto al resto del libro en cuanto a que la marginalidad social apenas aparece, aquí es el pueblo completo el sujeto de uno de sus propósitos: la música popular de cada uno de los lugares que visita; epítetos como brillantes, suaves, elegiacas, amorosas… aplicados a sus canciones reflejan la tradición musical alpujarreña.

Molinero que mueles el trigo
con el agua y el fuerte peñón,
sigue, sigue moliendo tu trigo
mientras duerme y descansa mi
amor,
ay ay ay, mientras duerme y
descansa mi amor.


Puede incluso quedar en algún rincón de la memoria de alguno de aquellos niños de Narila, de aquellos jóvenes violinistas del casino de Cádiar, el recuerdo de un irlandés que, con un violín, compartió con ellos unos días de aquella lejana primavera de 1934, a los demás nos queda leer ese capítulo XXIII de Don Gitano, o mejor, la obra completa, por el ojo de la cerradura veremos un fotograma de la España de nuestros abuelos.

Fuente de la Información: Artículo publicado en la "Revista de la Casa de Cádiar, Yátor y Narila", edición nº 38, escrito por don Antonio Ceballos.